jueves, 12 de diciembre de 2013

La piedra del profeta

En el aeropuerto de Bangdsi nos estaba esperando un coche oficial. El hombre que salió a recibirnos al mismo finger en el que habían atracado el viejo Tupolev repintado, algo que sin duda nos dio idea de la importancia que el nuevo estado soberano nos concedía, parecía extranjero, con una altura muy superior a la media en el país centro asiático, tez caucásica y pelo trigueño, como el de muchos rusos, ucranianos o polacos. Tampoco el acento de su inglés era el que cabía esperar de un turcomano o un mongol. Y, en ningún momento, su educación y sus modales pudieron ocultar que era nacido en la metrópoli, adoptado por la nueva nación en calidad de socio fundador y entregado por completo a la nueva vida que se abría por delante. Tal vez podría asemejarse a cómo se debieron sentir los primeros moscovitas que fundaron el Estado de Israel en la segunda mitad del siglo pasado: extraño y foráneo y, al mismo tiempo, convencido de que su simple existencia era rastro de su patria allá donde fuese fundada.
Todo el equipaje venía con nosotros y no hubo que esperar maletas. El ruso abrió el maletero de un antiguo y flamante “Moskwitsch” de color  negro y con más kilómetros encima de los que quisiese recordar, y nos invitó a acomodarnos en su amplísimo asiento trasero. Él se puso al volante y arrancó. Su nombre era Darko; nos lo dijo al presentarse como asesor del presidente, uno de los cinco que éste tenía –matizó-. Él se encargaba de las relaciones internacionales y de organizar los encuentros de Balakov con la prensa. Había otro encargado de las finanzas, un tercero de asuntos estratégicos y militares, otro de los recursos del país y, por último, una especie de secretario compartido con el primer ministro, puente entre el Gobierno y la jefatura del Estado.
El coche enfiló una avenida con bulevares  en los que crecían altísimas palmeras, tres carriles por sentido, apenas unos cuantos automóviles circulando por ellas y el desierto lamiendo sus bordes a ambos lados. El día era claro y caluroso; 45 grados marcaba un termómetro a la salida del parking de autoridades del aeropuerto. Éste se iba quedando atrás, sólo identificable por la octogonal torre de control. Amersek Balakov concedía su primera entrevista tras acceder al poder y nos la concedía a nosotros, una pequeña publicación de contenidos económicos y políticos, el “International Resources Bulletin”. Seguramente, el hecho de que, a pesar de nuestro tamaño, hubiésemos desplazado un par de periodistas a cubrir la independencia de Osetia del Sur, había favorecido la elección. Eso, y el que durante bastantes meses me hubiese estado ganando la amistad del agregado de prensa de la Embajada de Rusia en Madrid, Yuri Oboznov. Fuera como fuese, el caso es que allí estábamos nosotros, dos jóvenes periodistas dispuestos a pasar a los anales de la profesión como los primeros en entrevistar al primer mandatario de la recién nacida República Independiente de Karakalpakstán.
La república había visto la luz después de diez años de guerra civil  en la que perdieron la vida más de 200.000 personas y en la que, además de los señores de la guerra locales, las tribus de las montañas y del desierto, y el numeroso Ejército Nacional de Tamaris Khan, tomaron partido tropas rusas, británicas, estadounidenses, francesas, alemanas, chinas y australianas. La represión inicial del régimen de Tamaris no tuvo repercusión en la prensa internacional ya que éste se encargaba de mantener un statu quo en la región que interesaba sobre todo a las potencias occidentales. La injusticia y las diferencias dentro del emirato eran silenciadas sistemáticamente salvo en las agencias rusas, nada competitivas por otra parte en el arte de la propaganda, en otro tiempo su mayor virtud. Parecían, tras el hundimiento de la Unión Soviética, dejar que el tiempo y los hechos confirmasen cualquier noticia, sin pretender arrimar el ascua a su sardina. Eso hacía que una pequeña agencia de noticias y muy pocos comunicados oficiales fuesen sus únicas armas de información, contrainformación y propaganda. La razón del desinterés de la prensa internacional sobre el país y su máximo mandatario era sencilla: fue la población rusa, todos descendientes de deportados, expatriados y exiliados de la antigua Unión Soviética, los que fueron salvajemente represaliados por el ejército de Tamaris con el único objetivo de expropiar sus empresas, terrenos y hasta sus coches particulares. Para entonces ya no eran soviéticos; tampoco rusos, ucranianos, bielorrusos o uzbecos. En realidad no eran nada más que habitantes de las tierras heredadas por Tamaris. Diplomáticamente, por lo tanto, poco había que hacer. Rusia vetaba en la ONU cualquier resolución que viniese de cualquiera de los otros cuatro miembros del Consejo de Seguridad pero, mientras tanto, Tamaris realizaba su limpieza étnica.
Tampoco China estuvo dispuesta a secundar las propuestas de su histórico aliado; el nuevo presidente, Xia Pin Wo, creía que un capitalismo salvaje precipitaría la hegemonía china en todo el mundo. Para camuflarse de cordero, el lobo debía cazar una oveja y, desde hacía algunas décadas, China venía comprando sistemáticamente la deuda soberana que cada Estado del Consejo de Seguridad ponía en el mercado y pretendía seguir haciéndolo hasta que el Consejo estuviese económicamente en sus manos. Convenía no levantar la liebre ni ponerse en contra de nadie, así que decidió tomar un papel neutral en el conflicto alegando que se trataba de un asunto regional. La cercanía del conflicto a Xiang había traído nuevos episodios de nacionalismo dentro de sus fronteras, algo que tampoco estaba dispuesto a consentir. La resolución de la Asamblea General fue pedir moderación y buen gobierno a Tamaris y dejar que la Historia siguiese su curso. Eso era tanto como decir que respaldaba el genocidio de Tamaris. Como en tantas otras ocasiones, nadie iba a pedir cuentas a la Asamblea.
Ante la pasividad del resto, Rusia empezó a armar a los señores de la guerra de las montañas y, paralelamente, anunciaba que introduciría en Irán el uranio enriquecido que llevaba reclamando durante años para usos civiles y que, una vez tras otra, se le había conseguido paralizar. Irán tendría la bomba si alguien ayudaba militarmente al régimen de Tamaris Khan.
Y empezaron los tiros.
Cuando no había concluido el segundo año de guerra, las tropas de Tamaris estaban prácticamente desarmadas, descabezadas y vencidas. Tamaris se recluía en su palacio del desierto rodeado de su guardia personal y mantenía tan solo bajo control un corredor de 200 km de arena y polvo hasta la vecina Turkmenistán. Hasta allí empezaron a llover contratistas estadounidenses, británicos, franceses y australianos. La ayuda llegaría por el corredor en forma de armamento y mercenarios, reclutados por las empresas de seguridad entre las maras y las tríadas, la contra, y cualquier otra organización de sicarios no vinculada formalmente con los países que las financiaban. Destruir era la consigna; reconstruir el objetivo. El premio; gas, petróleo y, sobre todo, alantar, el nuevo componente de moda, un perfecto desconocido antes de empezar el conflicto y recientemente coronado como el rey de los superconductores. Toda  la reserva mundial del preciado elemento se encontraba bajo los pies de Tamaris. El hallazgo hizo que la guerra se alargase aún otros siete años y medio y que los escrúpulos a la hora de discernir entre población civil y objetivos militares se viesen reducidos a papel mojado. Nadie, ninguno de los bandos, respetaba nada. La vida se canjeaba por el precio de una bala; dos equivalía a estar tirando el dinero. La corrupción se había convertido en el principal problema del régimen hereditario de Tamaris Khan.
Balakov emergió del frío. Ninguna agencia sabía de dónde había salido. Era uno más de los incómodos hombres del desierto, un jefe tribal al que nunca se le había visto la cara. Todas las agencias de información del mundo, encabezadas por la CIA, revisaron, una tras otra, el millón de cintas de vídeo que obraban en su poder para tratar de identificar al muyahidín que estaba comandando las tropas contra Tamaris. Balakov no aparecía por ninguna parte. Se controlaron todas las páginas web que servían de banderín de enganche de Al Qaeda y otros grupos terroristas afines. Nada. Ni rastro.
Balakov unió a los señores de la guerra contra el enemigo extranjero, aceptó toda la ayuda de Rusia advirtiendo que pagaría con alantar pero reclamando inmediatamente después de expulsar a Tamaris la independencia absoluta. Rusia aceptó y armó. Balakov fue implacable. Convirtió la región en un avispero y redujo drásticamente la esperanza de vida de los mercenarios. Se decía que en Karakalpakstán se entraba pero no se salía. Desgastó tanto a los contratistas que la nómina resultaba impagable sin la moneda acuñada del alantar. La guerra acabó en un par de meses después de abandonar el país el último agente extranjero. Tamaris estaba solo. Fue capturado vivo, abandonado por familia y amigos. Balakov convocó a unos cuantos medios llegados en su mayoría desde Rusia, presentó al reo y le acusó ante las cámaras de haber traicionado al pueblo y a la nación. Desenfundó su semiautomática y, sin cruzar una sola palabra más con Tamaris, le descerrajó un tiro en la frente mientras le miraba serenamente a los ojos.
La imagen de la ejecución de Tamaris dio varias veces la vuelta al mundo. Balakov no se inmutó ante las acusaciones de asesinato. Allí mismo anunció la constitución de la nueva república de corte nacional -al margen de intromisión extranjera- y socialista -por contraposición al islámico régimen de Tamaris-, la promulgación de una nueva constitución en el plazo máximo de tres meses (constitución en la que llevaba trabajando casi desde el inicio del conflicto), tiempo límite para convocar a la ciudadanía a un plebiscito sobre la misma (algo, lógicamente, innecesario. Balakov era el héroe del pueblo, el hombre que había acabado con una guerra de diez años y había cauterizado la herida por la que se desangraba el país).
Éste era el Amersek Balakov con el que nos íbamos a entrevistar al año de triunfar la revolución, el hombre del que nadie tenía más datos.
La carretera por la que llevábamos veinte minutos circulando terminó abruptamente en una serie de blindados cruzados en la calzada, barricadas de cemento y guardias armados con fusiles de asalto AK-47. Darko se identificó por los tres y avanzamos hasta un muro exterior coronado con alambre de espino y una barrera con más guardias. Tras ésta, un oasis en medio del desierto. Edificaciones de una altura, fuentes, jardines y piscinas. Darko aparcó a la entrada de uno de los bungalows centrales del complejo. Todas las construcciones estaban pintadas en blanco y resaltaban sobre el ocre del desierto. Abrió la puerta de la vivienda y nos invitó a que nos acomodásemos. Allí tendríamos todo lo que necesitáramos. Un servicio telefónico podía proporcionarnos cualquier otro antojo, desde un taxi para ir a la ciudad hasta una cena fría de madrugada. Bebidas alcohólicas y prostitutas no entraban en el menú, naturalmente pero... “nací en Siberia, caballeros” -anunció Darko mientras abría el mini bar camuflado tras una de las alfombras que colgaban en la pared-.  En el complejo podíamos utilizar nuestros ordenadores y la conexión a internet era mucho más rápida de lo que cabía imaginar. En cinco días veríamos al presidente. Éste era el tiempo que teníamos para documentar nuestra entrevista, hacer un poco de turismo y formarnos una imagen global del país.
Tras acomodarnos, fue eso, precisamente, lo que hicimos. Los taxis corrían a cargo de nuestro anfitrión, así que solicitamos uno y le pedimos al conductor que nos llevase al centro de la ciudad.
Bangdsi mostraba bien a las claras los estragos de la guerra y los recientes esfuerzos por su reconstrucción. El hotel más alto de la ciudad era el Tamerlan Hotel, en su día uno de los más pequeños y económicos de la ciudad y que, tras sobrevivir a los intensos bombardeos, se había convertido con sus cuatro plantas de altura y sus 24 habitaciones, su bar y su terraza, en el más concurrido y cómodo; el resto había caído bajo el fuego de los obuses. Prácticamente ninguna casa se libraba de mostrar en sus fachadas las heridas de los combates y muchas no eran más que una demolición. Algunos minaretes sobresalían en el skyline de la ciudad, un par de madrasas seguían animando la vida cultural y comercial de la misma y se conservaba algún tramo intacto de la milenaria muralla, en tiempos pretéritos emblema de la urbe, con el caravasaray reconvertido en mercado de abastos. Las plazas servían también al comercio en forma de pequeños puestos en los que se vendían todo tipo de artículos, principalmente comestibles de primera necesidad.
Con todo, había mucha actividad en sus calles. Las labores de reconstrucción eran evidentes aun sin grúas que las delatasen, como si el pragmatismo de sus nuevos dirigentes hubiese llevado a estos a la conclusión de que no merecía la pena levantar grandes estructuras, presas fáciles para los oteadores artilleros. En su lugar la ciudad se había pensado extramuros y ganando terreno al desierto, extendiéndose más allá de las cinco colinas que históricamente la habían contenido. El comercio, tradicional fuente de ingresos, respiraba de forma autónoma y todo se compraba y se vendía en sus calles. Los cambistas se concentraban en mezquitas y madrasas y la impresión general era de extraña alegría.
Tomamos una cerveza en la terraza del Tamerlan; éramos el centro de atención de los pocos extranjeros que poblaban sus mesas y de todos los nacionales que pululaban sirviendo o vendiendo baratijas. El camarero que nos atendió se animó a preguntar por nuestro origen y, cuando supo que éramos españoles, su amabilidad y sonrisa crecieron; no éramos odiosos franceses o británicos. Mientras Juanjo conectaba con la redacción en Madrid para dar novedades, yo saqué la cámara de fotos y me puse a tomar algunas instantáneas. Un grupo de chicos de no más de quince años se arremolinó en torno mío y forcejeó para salir en mis fotografías. El camarero vino con las cervezas y echó a la chiquillería con palabras que sonaban amables, sin gritos, como si les conociese a todos, como si se tratase de sus sobrinos o de los hijos de su vecino. Se sentaron en el bordillo de la glorieta y siguieron mirándonos.
Los días siguientes viajamos mucho. La intención de Darko era que visitásemos todo el país, algo que podía hacerse en cortas excursiones de una jornada, volviendo cada noche a dormir a Bangdsi. Como digo, todo el país era una demolición pero, para nuestra sorpresa, la gente mantenía una actitud vital ante el infortunio, comprometida en la reconstrucción del país. Si en algún punto del globo podía experimentarse eso que los periodistas llamábamos “el orgullo del tercer mundo”, sin duda éste era el lugar. Cualquiera con el que nos cruzásemos nos hablaba del nuevo futuro del país, de los logros conseguidos en los últimos doce meses con expresiones del tipo de: “¿ven ustedes estas casas? Hace un año no había más que socavones”. Y siempre que preguntásemos por el presidente las muestras de adhesión llegaban al paroxismo. No había lugar a dudas: Amersek Balakov era el mejor hombre del mundo. Muchos se jactaban de haber combatido a sus órdenes, o de haber recibido su visita cuando peor lo estaban pasando. Según decían, era un hombre distante en el trato, magnánimo en su comportamiento, parco en palabras, reflexivo y con una fuerte determinación. Muchas de las historias que nos contaron caían más en la fábula que en la realidad, en la exageración desmesurada de sus aptitudes como militar, como presidente, como libertador... era el súper hombre del Asia Central.
El día señalado para nuestro encuentro con el presidente, Darko nos custodió hasta el salón en el que se realizaría la entrevista. Era el salón de invierno, orientado al mediodía. A través de las ventanas llegaba el murmullo de una fuente en el centro del patio. Una vez evaluadas las mejores opciones de luz, Juanjo empezó a desplegar el trípode de la cámara. Probábamos nuestros equipos cuando entró Balakov de forma discreta. Vestía un isthón negro y un chapán también en seda negra con bordados en gris. No llevaba sombrero. Entró precediendo a Darko con una expresión amable y hospitalaria. Darko se adelantó para hacer las presentaciones. Balakov extendió su mano y mantuvo la mía retenida unos segundos mientras con la izquierda me aferraba la muñeca. Sus ojos me miraban fijamente. Dijo unas palabras de bienvenida mientras me saludaba y las terminó en una amplia sonrisa.
-Es un gran honor tenerles entre nosotros -tradujo Darko al inglés. Durante toda la entrevista él haría las funciones de intérprete.
Balakov saludó también a Juanjo y se sentó en el sillón que habíamos preparado junto a la ventana. Tras unas primeras palabras de cortesía, agradeciendo que hubiese tenido a bien el concedernos la primera entrevista que daba, quise pasar al meollo del asunto. Darko nos había concedido dos horas de la agenda del presidente y había que darse prisa. Balakov devolvió la pelota a nuestro tejado y nos dio pruebas de que conocía perfectamente nuestro trabajo. La cámara ya estaba grabando.
 -Hemos podido viajar un poco por el país -comencé- y hay que reconocer que su pueblo le tiene en gran estima. Parecen ilusionados con el futuro que se abre ante ustedes. Debe suponer una gran responsabilidad no defraudar a todo el pueblo después de haber ganado una guerra –afirmé-. Darko tradujo y Balakov se tomó unos segundos para contestar.
 -El pueblo ha sufrido mucho; un día sin guerra es una gran noticia. Un día sabiendo que al siguiente no habrá guerra es un gran futuro -Balakov hablaba lentamente, dejando resbalar las palabras, sin precipitación-. La gente quiere vivir en paz, ver crecer a sus hijos, prosperar poco a poco en sus negocios. Eso sólo puede proporcionarlo la paz. A nosotros, ésta, nos ha costado mucho -meditó unos instantes-. Hemos visto diezmada nuestra población. Todos hemos perdido a un ser querido. Padres, mujeres, hijos, hermanos… La responsabilidad de cualquiera que esté en mi lugar es garantizar la paz al precio que sea; al precio de su propia vida, si es preciso.
 -Ustedes están preparando una nueva constitución. ¿Qué líneas se están marcando en su redacción?
 -No nos marcamos más líneas que las del servicio a la nación. Exteriormente se nos ha criticado mucho, tal vez porque ven que no consentiremos injerencias extranjeras.
 -Sí, pero ustedes tienen una fuerte supervisión por parte de Rusia -interrumpí.
 -Rusia nos ha ayudado, sí. Rusia es un pueblo hermano, pese a quien pese. Ha sabido respetar nuestra independencia y por eso estamos en deuda con ellos. Eso no significa que vaya a determinar nuestro futuro.
 -Me interesa saber cómo van a desmontar todo el régimen de Tamaris.
Balakov no se alteró al escuchar de mis labios el nombre de la persona que había sido su rival en el campo de batalla.
 -En estos momentos ya no hay tal. Hemos pasado de una monarquía a una república. Mis hijos no heredarán ningún trono. Mis hijos no verán en la nación su propio terreno, no tendrán que ser parte de lo que escriba la Historia sobre este país.
Balakov se tomó su tiempo.
 -Emersek Balakov  finalizará su mandato dentro de cuatro años y otro pasará a suceder la jefatura del Estado. Ésta es la primera ley que salió de nuestra pluma hace ya nueve años, cuando aún peleábamos contra los extranjeros y contra el propio Tamaris. Fue al principio de la guerra, tras la revolución. Entonces supimos por qué estaban en nuestro suelo los extranjeros y por qué ayudaban al tirano; ya entonces supimos cómo poner freno a la codicia de los mandatarios. En cuanto a las estructuras del régimen anterior fue fácil acabar con ellas. Todas eran estructuras personales, hombres de confianza encargados de tal o cual asunto; muerto el perro se acabó la rabia. Sé que esto sonará duro en su país. Ustedes tienen una democracia vieja, pueden permitírselo; nosotros sabemos que la paz es hija de la justicia social y que, sin ésta, no hay futuro. Eliminamos a los hombres que robaban el futuro del pueblo. Era nuestro deber. En realidad, el régimen de Tamaris no tenía estructuras. La Policía, los alcaldes, los jueces…todos eran nombrados por el propio Tamaris. Los ministros, los registradores de la propiedad, todos. Los hombres de confianza nombraban a sus propios ayudantes y éstos a los suyos. La red era la del miedo y la corrupción. Nadie podía respirar tranquilo. Cuando aniquilamos a la camarilla, el país encontró la paz. Llevamos ya muchos años trabajando en ella con las herramientas de la guerra.
 -Pero ahora tienen que formar un Estado… -afirmé-.
 -Es por lo que pasaré a la Historia; al menos de mi país. Mi única misión ahora es formar ese Estado. En días presentaremos al pueblo su nueva constitución, un texto sencillo y claro, líneas generales de actuación -Balakov hablaba ahora con pasión-. Es muy importante que el pueblo la sienta como propia. Yo creo que ya lo hace. No hemos querido imitar a ningún otro texto legal. Simplemente hemos recogido las pocas normas por las que nos hemos regido siempre tratando de eliminar el elemento corruptivo.
 -Y, ¿cuál es este? –pregunté-.
 -Las estructuras de partido, naturalmente –contestó Balakov convencido de lo que decía, con la seguridad de quien lo ha vivido en sus propias carnes-.
Parecía claro que lo que iba a instaurar era una nueva dictadura; que el poder había pasado de Tamaris a Balakov, pero nada más. La ilusión del pueblo era la falsa ilusión de haber ganado a unas potencias extranjeras, el orgullo de haber sido más fuertes que los más fuertes, pero ahí se quedaría todo. Con el tiempo volvería el viejo sistema. Balakov pudo leer la desconfianza que habían generado sus palabras en mis ojos. Me volvió la espalda, se asomó al patio y posó la mirada en la fuente. Sus pensamientos estaban muy lejos.
 -Sé lo que piensa –dijo al cabo de unos segundos-. El pueblo no verá la libertad porque cree que soy un tirano más del Asia Central. Se equivoca. Mi misión es garantizar la libertad de mi pueblo. Lo llevo haciendo desde que se descubrió el alantar. Ese pedrusco sideral lo es todo. Es la libertad y la muerte; la seguridad y la esclavitud. Durante milenios nuestros mayores veneraron en la piedra la mano de Dios. Dios había marcado con ella el sitio en el que habría de predicar el profeta. Hoy sabemos mucho más del meteorito de lo que sabían nuestros mayores. Sabemos que contiene en un 90% un mineral extraterrestre y, desde hace una década, sabemos que ese mineral es el futuro de las comunicaciones -a Darko le costaba traducir a la misma velocidad a la que hablaba Balakov y se esforzaba para que la traducción no se solapase con lo que estaba diciendo el presidente-. Lo que generó la guerra y la entrada de las potencias extranjeras fue el control de la piedra. Se han buscado con denuedo otras piedras. La búsqueda ha sido infructuosa. Todo el alantar que hay en el mundo está aquí. Es el mejor superconductor conocido. ¿Sabía que el mundo podría presenciar la más importante de sus revoluciones tecnológicas sólo con cinco gramos del extraño metal? Imagine lo que la industria podría lograr con la media tonelada que pesa nuestra piedra. ¿Cree usted que si no fuese por ella estarían hoy aquí? ¿Qué a algún medio de comunicación le hubiese interesado tanto el nacimiento de un nuevo país en el Asia Central como para desplazar a un par de periodistas? Las manos de los hombres son codiciosas; el alantar es peligroso –sentenció-.
En ese momento entró una mujer con una bandeja que dejó sobre una mesa baja del despacho.
 -Tomemos un té –dijo Balakov-. Luego les seguiré hablando de mis proyectos.
Por primera vez comprendía la trascendencia de aquel hombre, la soledad del mandatario, su visión de la Historia desde la atalaya del poder. Comprendí que él era la llave de lo que habría de llegar, porque era la llave del alantar, seguramente el punto de inflexión de la humanidad, la próxima frontera del conocimiento. De su honestidad o de su codicia, de su habilidad como hombre de estado o de su torpeza como cacique tribal dependían las próximas horas del mundo. Él lo sabía, pesaba sobre sus hombros no sólo el futuro de Karakalpakstán sino el de toda la Humanidad.
 -Otros países vecinos tienen petróleo y gas; nosotros tenemos el alantar. Hay que garantizar que la piedra redunde en el bienestar  del pueblo Karakalpakstaní. Ya hemos pagado un precio muy alto por lo que simplemente fue un capricho del cosmos: cayó aquí, en nuestro suelo, como pudo caer en Wall Street. Pero cayó aquí.
La pregunta me quemaba en la boca.
 -¿Qué va a hacer con el alantar, señor presidente?
 -Después –dijo Balakov-. Primero le hablaré de los cambios que estamos haciendo en mi país. Como le decía hace un momento, la paz es hija de la justicia. Y lo que estamos necesitando más es justicia, reparación. Abogados, jueces, tribunales, un cuerpo de letrados, un colegio de hombres justos que garanticen que ninguna injusticia queda impune. Justicia rápida, leyes justas. Carecíamos de ello hace sólo unos meses. Sin embargo, nuestras universidades siempre han dado buenos abogados. Desde abajo, cada municipio, cada aldea, tendrá un juez y un tribunal local para juzgar aquellos delitos más graves. El Tribunal Nacional conocerá los delitos de Estado. Sus miembros son elegidos por los jueces de la nación. Tienen todo el poder. Ni el presidente puede escapar de su acción.
Cuando Darko terminó de traducir la respuesta del presidente Balakov guardé conscientemente unos segundos de silencio. Quería que notase mi disconformidad por su evasiva. Creo que logré mi propósito.
 -¿Qué van a hacer ustedes con el alantar, Sr. Presidente?
 -A todos ustedes sólo les preocupa este punto. El alantar está bien custodiado.
 -¿Está en Karakalpakstán o ha salido ya del país?
 -Una buena parte está aún aquí. Algo menos de la mitad. El resto, en Rusia, en un lugar que sólo conocemos el presidente de Rusia, el Consejo Nacional y yo mismo. Como comprenderá no voy a desvelar dónde -Balakov estaba molesto y se le notaba. De repente cambió el tono de su voz y se volvió más conciliadora-. ¿Quiere ver parte del metal?
 -¿Por qué tiene Rusia el alantar? –interrumpí-.
Si Balakov no se encontraba cómodo con las preguntas, no se filtraba por la expresión de su rostro.
 -Nosotros no tenemos la tecnología para desarrollar toda su potencialidad. El meteorito cayó en nuestro suelo pero los adelantos que pueda haber traído del espacio pertenecen a toda la Humanidad. No sería justo que sólo pudiésemos disfrutar nosotros de ello. Rusia capitalizará su desarrollo a cambio de garantizar nuestra independencia del mundo. El acuerdo es paz por alantar; creo que es un trato justo.
 -Sin duda -concluí-, pero hay muchas voces que aseguran que usted ha sacado el metal de Karakalpastán en beneficio propio.
 -Como presidente del país a mí me corresponde una parte del alantar, una parte que no puedo donar porque es un seguro de vida para mi pueblo.
 -Dicúlpeme, presidente, pero no entiendo nada –dije-.
 -¿Quiere ver 'mi parte'? -insistió Balakov con la expresión del que te enseña su colección de sellos-. Es un regalo de mi pueblo. Un regalo muy especial.
Balakov se dirigió a Darko en voz baja y Darko salió de la habitación disculpándose y asegurando que volvería en un instante. Darko regresó con un pequeño cofre del tamaño de un joyero y se lo entregó al presidente. Balakov me extendió la caja. Encajada en un fieltro verde había una bala de automática, un calibre 9mm. Bajo ésta, una plaquita dorada.
Emerset Balakov
1er Presidente de la República Independiente de Karakalpakstán
En atención a los servicios prestados a su pueblo
11,705gms Alt
 -¿Qué es esto? -pregunté.
 -Una bala, naturalmente. Es la bala que me tiene reservada el Consejo Nacional para el caso de que el Tribunal determine, al final de mi mandato, que actué contra la República. Está recogida en nuestra constitución, en la constitución que votaremos en pocos días. Esta es mi parte del botín. Poco más de 11 gramos de alantar será todo lo que me lleve a la tumba en caso de resultar culpable. En tres años comenzarán las investigaciones.
Yo seguía sin entender el sentido de sus palabras, de la caja y de la bala que había dentro. Pedí permiso con la mirada para sacar la bala del estuche. Juanjo giró la cámara para tomar un primer plano de mi pulgar y mi índice sujetando el pedazo más grande de alantar que podría tener en mis manos en toda mi vida.
 -La constitución lo recoge. No se alarmen; sólo me ajusticiarán si soy encontrado culpable de algún delito que atente contra la patria. Y, eso, no va a pasar. A cambio, mis hijos heredarán este pedacito de alantar. El hombre que me suceda, tendrá también la suya. Es la única ventaja tangible de ser presidente de Karakalpastán.
Juanjo y yo nos miramos. Pensamos al principio que habíamos entendido mal a Darko o que éste se había confundido en la traducción. Darko comprendió nuestro aturdimiento y, quitándome elegantemente la bala de las manos, habló por primera vez fuera de la traducción.
 -Yo custodio hasta entonces la bala. Si el Tribunal Nacional encuentra culpable a nuestro señor presidente, yo seré el encargado de ejecutarlo.
Balakov sonreía serenamente con los ojos cerrados mientras llegaba hasta sus oídos el arrullo de la fuente.


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