“La Junta andaluza mete la tijera a los coches oficiales: de
200 a 40”. “Montoro tiene tres pisos en Madrid y aún cobra dietas por
alojamiento”. “Fernández Díaz cobra 1.800€ al mes para alojamiento pero vive en
la sede de Interior”.
Son algunos de los titulares que podían leerse hoy, 24 de julio,
en la prensa digital española. Pueden parecernos normales, algo con lo que
convive la democracia de esta vieja piel de toro, pero hace un año -un poco más-
tales titulares eran impensables. Los hace posibles un ambiente contrario al
permanente expolio de los recursos que con tanto esfuerzo colaboramos a
financiar todos los españoles, incapaces de llevarnos nuestro dinero de España,
bien porque no tenemos los asesores financieros necesarios para hacerlo, bien
porque no tenemos más que números rojos en la cuenta, intransferibles a un paraíso
fiscal en el que renten libres de impuestos.
La matriz del cambio la posibilitó el 15 de mayo de 2011 un
movimiento pacífico y ocupa que nos llevó a cuestionarnos las raíces mismas de
la representatividad parlamentaria. Tenía el movimiento un aire revolucionario
al estilo del que barrió el Magreb en la inconclusa aún primavera árabe. Pero
aquí no hubo muertos ni detenidos, no hubo cambio de régimen, derramamiento de
sangre –somos civilizados- ni políticos a la carrera. El sistema fue capaz de
abrazar el coletazo ciudadano y hacerlo propio sin demasiados esfuerzos. Era mucho
lo que estaba en juego: unas elecciones, nada menos. Y, eso, amigo, es sagrado.
Tan sólo un imperdonable sacrilegio: la violación de la jornada de reflexión,
algo que puso de los nervios a todos los que concurrían a la cita con las
urnas. A parte de eso, poco más. El movimiento 15M fue engullido como un
calentón de primavera queda ahogado por los sofocos del verano.
Cambió el Gobierno, no el régimen, y no cambió nada. El ambiente
fiscalizador de la mamandurria del político vio la luz en el subconsciente
colectivo y todos empezamos a preguntarnos qué hacían nuestros representantes
con nuestro dinero. Algunos descubrieron entonces lo que otros ya sabíamos
desde hace muchos años y que, en sí, no es más que la materialización de la
corrupción del sistema. Llegados a este punto sólo quedaba entender que el
sistema es corrupto y que, a toda costa, había que cambiarlo.
Soy poco dado a romanticismos. El 15M fracasó porque no
podía triunfar de ninguna manera. Estaba escrito en sus genes que se diluyera
como un azucarillo en un vaso de agua caliente.
Primero estaba la cuestión del liderazgo. Nadie quería
asumirlo para que fuese ‘de todos’. Craso error. La cabeza también forma parte
del cuerpo y un ser sin cabeza es incapaz de salir adelante. El anonimato exigido
privó al movimiento de una representación frente al sistema y, a éste, de nada
servía decirle que no se formaba parte del entramado montado por los políticos
profesionales (incluyo sindicatos y patronal, políticos profesionales de todas
formas). No servía decirle que no se jugaba a su juego por la sencilla razón
que ya se estaba jugando. Y, finalmente, se hubiese podido jugar con la ventaja
de la representatividad masiva no computable, salvo en caso de querer comparecer
en las urnas. Sostengo que un movimiento con líderes hubiese sido mucho más
efectivo. El miedo del sistema acabó cuando entendió que se pegaba con el aire
y que se agotaba en puñetazos dirigidos contra nadie; dejó de golpear sabedor de
que el púgil se esfumaría en el éter. Y así ocurrió: tras unas semanas de
acampada, todo quedó en nada. En las asambleas que se montaban en la Puerta del
Sol, nacieron o se formaron líderes de opinión, personas capaces de tirar y dirigir
al resto del auditorio. En muchos casos, buenos líderes, buenos jefes. Pero la
autocensura, la acrítica huida de cualquier tipo de protagonismo, alejó, para
bien del sistema, el peligro de una revolución real.
El tiempo jugaba en contra del movimiento, aunque en un
principio pareciese lo contrario. Cuanto más duraba la acampada, más se dispersaba
el mensaje y más amorfo se hacía. Con cada comisión y asamblea, con cada
votación unánime y a mano alzada, con cada gesto de espontaneidad, la fuerza de
la ocupación se perdía en burocracias. En el principio, la expectación de los
medios era máxima y no se supo aprovechar. Tanta era que hasta los más
contrarios a la acampada, aquellos que veían peligrar su publicidad
institucional si las elecciones se iban al garete o no ganaban los que ‘tenían
que ganar’, apostaron por un seguimiento 24 horas de la misma en vísperas de
las elecciones. La procesión iba por dentro, pero desde las azoteas que
ocupaban sus cámaras, sus invitados fingían superioridad ante el fenómeno y
manipulaban, sin escrúpulo moral alguno, fines y objetivos de una acampada que,
finalmente, ha resultado ser acertada en la necesidad de su planteamiento y
absolutamente prescindible en sus logros.
El tercer error fue pretender hacer una revolución sin
sangre. Nunca ha triunfado una revolución pacífica y amable en la que no
hubiese derramamiento de sangre. Los líderes ascienden sobre la pila de
cadáveres y se forjan en la represión y la tortura. De ahí nacen todos los
jefes naturales. Una revolución pacífica y anónima es una revolución sin alma
abocada a morir de hastío. Para las almibaradas conciencias progresistas esto
que acabo de decir es una auténtica aberración. Pero si se paran a pensarlo un
poco verán que es cierto y, tan sólo, constatación de un hecho. La violencia
hubiese sido necesaria aunque hubiese venido en forma tan innovadora como la propugnada
por el colectivo Anonimus, brazo ejecutor del movimiento 15M, a base de ataques
a los sitios web de las estructuras del sistema, colapsándolo y maniatándolo de
pies y manos.
Así, el ensayo del 15M había conseguido pasar a los anuales
periodísticos pero no sabemos todavía si será capaz de pasar a la Historia.