martes, 24 de julio de 2012

Lecciones del 15M (I)

“La Junta andaluza mete la tijera a los coches oficiales: de 200 a 40”. “Montoro tiene tres pisos en Madrid y aún cobra dietas por alojamiento”. “Fernández Díaz cobra 1.800€ al mes para alojamiento pero vive en la sede de Interior”.
Son algunos de los titulares que podían leerse hoy, 24 de julio, en la prensa digital española. Pueden parecernos normales, algo con lo que convive la democracia de esta vieja piel de toro, pero hace un año -un poco más- tales titulares eran impensables. Los hace posibles un ambiente contrario al permanente expolio de los recursos que con tanto esfuerzo colaboramos a financiar todos los españoles, incapaces de llevarnos nuestro dinero de España, bien porque no tenemos los asesores financieros necesarios para hacerlo, bien porque no tenemos más que números rojos en la cuenta, intransferibles a un paraíso fiscal en el que renten libres de impuestos.
La matriz del cambio la posibilitó el 15 de mayo de 2011 un movimiento pacífico y ocupa que nos llevó a cuestionarnos las raíces mismas de la representatividad parlamentaria. Tenía el movimiento un aire revolucionario al estilo del que barrió el Magreb en la inconclusa aún primavera árabe. Pero aquí no hubo muertos ni detenidos, no hubo cambio de régimen, derramamiento de sangre –somos civilizados- ni políticos a la carrera. El sistema fue capaz de abrazar el coletazo ciudadano y hacerlo propio sin demasiados esfuerzos. Era mucho lo que estaba en juego: unas elecciones, nada menos. Y, eso, amigo, es sagrado. Tan sólo un imperdonable sacrilegio: la violación de la jornada de reflexión, algo que puso de los nervios a todos los que concurrían a la cita con las urnas. A parte de eso, poco más. El movimiento 15M fue engullido como un calentón de primavera queda ahogado por los sofocos del verano.
Cambió el Gobierno, no el régimen, y no cambió nada. El ambiente fiscalizador de la mamandurria del político vio la luz en el subconsciente colectivo y todos empezamos a preguntarnos qué hacían nuestros representantes con nuestro dinero. Algunos descubrieron entonces lo que otros ya sabíamos desde hace muchos años y que, en sí, no es más que la materialización de la corrupción del sistema. Llegados a este punto sólo quedaba entender que el sistema es corrupto y que, a toda costa, había que cambiarlo.
Soy poco dado a romanticismos. El 15M fracasó porque no podía triunfar de ninguna manera. Estaba escrito en sus genes que se diluyera como un azucarillo en un vaso de agua caliente.
Primero estaba la cuestión del liderazgo. Nadie quería asumirlo para que fuese ‘de todos’. Craso error. La cabeza también forma parte del cuerpo y un ser sin cabeza es incapaz de salir adelante. El anonimato exigido privó al movimiento de una representación frente al sistema y, a éste, de nada servía decirle que no se formaba parte del entramado montado por los políticos profesionales (incluyo sindicatos y patronal, políticos profesionales de todas formas). No servía decirle que no se jugaba a su juego por la sencilla razón que ya se estaba jugando. Y, finalmente, se hubiese podido jugar con la ventaja de la representatividad masiva no computable, salvo en caso de querer comparecer en las urnas. Sostengo que un movimiento con líderes hubiese sido mucho más efectivo. El miedo del sistema acabó cuando entendió que se pegaba con el aire y que se agotaba en puñetazos dirigidos contra nadie; dejó de golpear sabedor de que el púgil se esfumaría en el éter. Y así ocurrió: tras unas semanas de acampada, todo quedó en nada. En las asambleas que se montaban en la Puerta del Sol, nacieron o se formaron líderes de opinión, personas capaces de tirar y dirigir al resto del auditorio. En muchos casos, buenos líderes, buenos jefes. Pero la autocensura, la acrítica huida de cualquier tipo de protagonismo, alejó, para bien del sistema, el peligro de una revolución real.
El tiempo jugaba en contra del movimiento, aunque en un principio pareciese lo contrario. Cuanto más duraba la acampada, más se dispersaba el mensaje y más amorfo se hacía. Con cada comisión y asamblea, con cada votación unánime y a mano alzada, con cada gesto de espontaneidad, la fuerza de la ocupación se perdía en burocracias. En el principio, la expectación de los medios era máxima y no se supo aprovechar. Tanta era que hasta los más contrarios a la acampada, aquellos que veían peligrar su publicidad institucional si las elecciones se iban al garete o no ganaban los que ‘tenían que ganar’, apostaron por un seguimiento 24 horas de la misma en vísperas de las elecciones. La procesión iba por dentro, pero desde las azoteas que ocupaban sus cámaras, sus invitados fingían superioridad ante el fenómeno y manipulaban, sin escrúpulo moral alguno, fines y objetivos de una acampada que, finalmente, ha resultado ser acertada en la necesidad de su planteamiento y absolutamente prescindible en sus logros.



Los políticos que intentaron sacar tajada del asunto tampoco salieron muy bien parados. Quienes dijeron que era maniobra de Rubalcaba, erraron; quienes pensaron que eran los ‘suyos’ los que allí se encontraban, marraron, y los que quisieron arrimarse el ascua a su sardina, fueron a por lana y salieron trasquilados. No había representación de partidos políticos y se aseguraba que era un movimiento ciudadano pero el tufo a izquierdas era innegable. El poder de convocatoria, sin duda, exasperaba los nervios de la derecha, incapaz de algo parecido ni en sus mejores sueños. Fracasaron los que intentaron la aproximación bajo unas siglas políticas pero aquello era cosa de la ‘izquierda’. Sí -puedo decirlo porque estuve- y, una vez más, por dejación de la derecha. Allí se estrellaron las pretensiones de Rosa Díez de abrir su programa electoral a las reivindicaciones del movimiento, las de Rubalcaba tratando de animar el voto para sí de la ‘plaza de la Libertad’, las de CayoLara asistiendo como uno más a la obstrucción de un desalojo y remojándose en el agua de una botella cuando quiso hacer declaraciones para la prensa, las de pequeños partidos de corte liberal manipulados por grupos mediáticos al servicio de sus señores del PP y la de todos los que accedieron a la céntrica plaza madrileña con intenciones torticeras. Pero sin una verdadera determinación de subvertir el orden establecido el fin de la acampada estaba cantado.




El tercer error fue pretender hacer una revolución sin sangre. Nunca ha triunfado una revolución pacífica y amable en la que no hubiese derramamiento de sangre. Los líderes ascienden sobre la pila de cadáveres y se forjan en la represión y la tortura. De ahí nacen todos los jefes naturales. Una revolución pacífica y anónima es una revolución sin alma abocada a morir de hastío. Para las almibaradas conciencias progresistas esto que acabo de decir es una auténtica aberración. Pero si se paran a pensarlo un poco verán que es cierto y, tan sólo, constatación de un hecho. La violencia hubiese sido necesaria aunque hubiese venido en forma tan innovadora como la propugnada por el colectivo Anonimus, brazo ejecutor del movimiento 15M, a base de ataques a los sitios web de las estructuras del sistema, colapsándolo y maniatándolo de pies y manos.
Así, el ensayo del 15M había conseguido pasar a los anuales periodísticos pero no sabemos todavía si será capaz de pasar a la Historia.